Tuesday, August 15, 2006

Las llamadas telefónicas de la familia Paz Soldán

FRAGMENTO LITERARIO: De la antologia de cuentos titulada " HISTORIAS DE FAMILIA "
Llamadas telefónicas
José Edmundo Paz-Soldán
EL PAÍS - 12-08-2006

Edmundo Paz-Soldán
Dice mamá que papá y ella comenzaron a tener problemas cuando yo tenía tres años. Por supuesto, no tuve idea de eso hasta que, a mis seis, papá, un ginecólogo respetado, decidió marcharse a México a hacer una especialización. Para entonces ya éramos cuatro hermanos: Pachi, de 12; yo; Marcelo, de 4; y Roxana, de 3.

Y comenzaron las llamadas telefónicas y las cartas. Sobre todo las cartas, que mamá iba acumulando en un cajón de su velador. Escritas en extraña tinta verde, pedían disculpas por algo grave que había ocurrido y cuyos detalles no sabría hasta cumplir los 35, y prometían un nuevo comienzo, una nueva vida. Llamadas no había muchas porque imagino que en esa época era muy caro: la conferencia habría que hacerla, supongo, desde una cabina en la central telefónica, como yo a mis 18 cuando llamaba a casa en mi primer año de estudios en Buenos Aires (o quizás era peor, no hay que fiarse de los años setenta).

Tengo recuerdos de esas llamadas, recuerdos quizás inventados de mamá nerviosa, rechazando ofertas de futuros esplendorosos, dura y muy dolida. Quizás ya había decidido que su futuro no estaba al lado de papá, pero todavía pasarían 10 años antes de que tomara esa decisión, no era nada fácil, éramos cuatro, y no se veía bien a las divorciadas en un pueblo chico y polvoriento como el mío.

Así pasaron los días, los meses, el año.

Recuerdo otras llamadas a principios de los ochenta. Mi hermana Pachi se había ido a la ciudad de México a estudiar enfermería. Ella sería la encargada de pasar los instrumentos, afilados como armas letales, al doctor de turno en el quirófano.

Pachi vivía en Ciudad Satélite, en la casa de un tío abuelo que había llegado a México en los años cincuenta, para estudiar ingeniería industrial, y terminó quedándose. Pensé que eso ocurría con la gente que iba a estudiar a México, se quedaba. Me imaginé visitando a Pachi 30 años en el futuro, en una casa cerca de Coyoacán con muchos bisturís en las paredes.

Las llamadas de Pachi eran los domingos por la noche, regulares, previsibles. Pachi lloraba mucho e insistía que le iba bien en sus estudios. Yo escuchaba a mamá tratando de tranquilizarla, y a veces a papá, cuando estaba en casa (papá y mamá se separaban y volvían con frecuencia, la vez que papá se fue y mamá decidió que no volvería más fue una sorpresa para todos, incluida mamá). De pronto, sin embargo, comenzaron a ocurrir llamadas intempestivas a las dos de la mañana de un martes, o a las cuatro de la mañana de un jueves. Y mamá, o papá, tranquilizaban a Pachi. Pero ahora no siempre se trataba de Pachi. A veces llamaba tío Pepe. Había largos conciliábulos familiares por teléfono. Algo había ocurrido en México. Colegí que mi tío no quería seguir alojándola en su casa. Sin ese hogar casi gratuito, Pachi no podría quedarse a estudiar en México.

Más llanto, más discusiones. Me fui enterando que a Pachi no le estaba yendo bien en sus estudios, y que, apenas llegada, había comenzado a enamorar con uno de los doctores del hospital donde estudiaba, un médico que casi le doblaba en edad. Escándalo familiar.

Pachi volvió a Bolivia en noviembre de ese año. Nunca escuché a mis papás tocar el tema del por qué del regreso. Al poco tiempo, Pachi comenzó a salir con un chico de Cochabamba. A los dos años se casó. Tiene tres hijas y vive en La Paz. Una vez me mostró fotos del doctor mexicano. Era algo gordo y no muy agraciado, pero lo había llegado a querer. Qué será de él, me dijo, suspirando. Ni siquiera se acordaba de su apellido, pero sí que le gustaba la lucha libre.

Más llamadas a fines de los ochenta. Yo estaba de vacaciones en Cochabamba después de mi primer año de estudios en los Estados Unidos. Mi hermana Roxana salía con un italiano, mi hermano Marcelo vivía en La Paz.

Una noche, yo veía televisión en el cuarto de mamá cuando sonó el teléfono; Roxana agarró el inalámbrico y salió al jardín. Había algo misterioso en la forma en que se movía, o acaso eran sus nervios los que la traicionaban.

Quería seguir las noticias y no me podía concentrar. Bajé el volumen, agucé el oído. Roxana había ido a sentarse en el suelo, la espalda apoyada en la pared del jardín que lindaba con la habitación de mamá. Se trataba de una charla agitada con su novio, Dino. Dino era parte de un destacamento de italianos llegado a Cochabamba con motivo de la ampliación del aeropuerto. Era romano y soñaba con encontrar algún día una mujer que preparara la pasta en casa, como su mamma. Roxana tenía 19 y era muy atractiva -el cuerpo delgado y firme, la mirada pícara, la cabellera castaña inflada como se llevaba en esa época- pero no creo que en esos días, Dino, de 21, pensara en casarse.

¿De qué hablaban? No tardé en deducirlo. Un accidente, algo imprevisto que emocionaba y asustaba a la vez. ¿Qué harían? Los planes se sucedían, sin nada concreto. Había ansiedad en la voz de Roxana.

Cuando mi hermana entró a la casa me acerqué a ella y le pregunté si tenía que contarme algo. Al principio, ella lo negó. La puse contra la pared de manera cariñosa, le dije que confiara en mí, quería ayudarla. Al final no pudo más y se largó a llorar y me lo contó todo. Le dije que yo la acompañaría a hablar con los papis. Por suerte lo tomaron bien.

Roxana y Dino se casaron tres meses después. Ahora viven en Qatar. Dino construye una base militar para los norteamericanos. Nicol, la hija menor, sabe swahili (lo aprendió los dos años que vivieron en Uganda). Alfredo, el mayor, ha cumplido 16 años y vive en Roma con los abuelos, dedicado al tenis profesional.

Mi familia y las llamadas telefónicas: el melodrama siempre las ha acompañado. Creía que me las había ingeniado para merodear en torno a ellas, para escuchar, ser un testigo involuntario de esos dramas no tan ajenos. Varias veces me pregunté si mi vocación de escritor no tendría mucho que ver con ese deseo de pasar de puntillas por la vida, el que escucha las llamadas y no el que las hace. ¿Es que me había resignado a ser el oyente involuntario y no el actor principal?

Pensaba en esas cosas hace seis años, en un viaje que hice a Bolivia para presentar una novela. Mi mujer, Tammy, estaba en Ithaca, Nueva York, esperándome. Embarazada de siete meses, me contaba que no podía dormir bien por las noches. Tammy fue al doctor un miércoles y le diagnosticaron pre-eclampsia. Papá me dijo: "No hay problema si es eso. Preocúpate si es eclampsia". Luego me explicó la diferencia entre pre-eclampsia y eclampsia. Lo único que entendí era que el 5% de las mujeres con eclampsia terminaban en estado de coma o fallecían. El dato era brutal y hubiera preferido que papá no me alarmara de esa manera. Quise no pensar en ello.

El jueves tomaba té con mis abuelos cuando sonó el teléfono. Era mamá, acababan de llamar del hospital de Ithaca. Tammy se había desvanecido en una visita al doctor, le habían diagnosticado eclampsia y el doctor había decidido operarla. Le pidieron que yo llamara en una hora. Traté en vano de no preocuparme.

Llamé a American Airlines, conseguí un pasaje para el primer vuelo del viernes.

Mi mano temblaba cuando agarré el auricular y disqué el número del hospital de Ithaca. Una enfermera me contestó. Le dije quién era. Hubo un momento de suspenso, ruidos que me hicieron pensar que ella estaba revisando nombres en una carpeta.

De pronto, sin más, me dijo que había sido una experiencia traumática...

¿Y?

Del trauma, por suerte, uno se recuperaba...

¿Y?

Lo importante era que acababa de nacer mi hijo. Tammy seguía inconsciente, pero lo peor había pasado.

¿Cómo tranquilizarme?

Me tocaba ser el actor principal. Llamé a papá, a mamá, a mis hermanos, a mis abuelos, a mis tíos. Cuando se me acabaron los familiares, comencé a llamar a los amigos. No quería parar.