Monday, July 24, 2006

Un articulo sobre New York

Mi Nueva York, entre los símbolos de postal y
sus rincones secretos


Edmundo Paz Soldán


Hace algunos años, cuando estudiaba en Berkeley, mi mamá llegó de visita y la llevé a conocer San Francisco. Me quedé
pasmado por la cantidad de fotos que sacó de North Beach, Chinatown y Alcatraz. Hubo un momento en que pensé que, más
que la experiencia en sí, lo que justificaba su viaje eran las fotos de éste. Se me ocurrió -y luego lo escribí en un cuento- que
acaso hubiera sido un gesto más original no sacar ninguna de las fotos que había sacado, y dedicarse a fotografiar a todos
aquellos edificios y calles y esquinas que habían hecho legendaria a la ciudad. Fotografiar más bien el verdadero universo de
la ciudad, la anónima y fascinante topografía que permitía y sobre la que descansaba la existencia de algunos ya muy obvios
símbolos de postal. El verdadero desafío consistía en visitar Nueva York y no sacar fotos de la estatua de la Libertad, ir a
París e ignorar la torre Eiffel, en la ciudad de México recorrer el Zócalo sin una cámara fotográfica a la mano.

Si todavía no está muy claro, lo confieso: no soy un buen turista. No sé muy bien cuál es la puerta de entrada y la de salida a
la hora de visitar ciudades. Tengo una cámara fotográfica digital con la que suelo viajar, pero con frecuencia la olvido en la
habitación del hotel. Y sin embargo, cuando llegan amigos a Nueva York no dejo de ofrecerme a hacerles conocer la ciudad,
porque no hay mejor excusa que ésa para que yo la conozca un poco más, nunca del todo, es imposible conocerla del todo.
Mi casa está a cuatro horas de Nueva York, y mucha gente cree que vivo en la misma ciudad por la forma tan inmediata en
que me ofrezco a acompañarlos el fin de semana a pasear por Manhattan. Y claro, luego me es difícil encontrar el restaurante
griego al que prometí llevar a una editora española, o la librería Macondo -toda ciudad del planeta está obligada a tener una
librería con ese nombre. Y tomo la línea del metro equivocada, o me bajo en la estación en la que no debía bajarme; una vez,
iba a Wall Street y terminé en Jamaica, Queens. Y me pierdo y me encuentro muchas veces en un par de horas: ¿no es esa la
mejor manera de pasear por Nueva York? Soy un pésimo guía, pero mis pasos, pese a todo, van dibujando una suerte de
mapa, a la manera del personaje de Paul Auster en La ciudad de cristal. Y la ciudad me salva, porque uno siempre se topa
con algo: no, nunca llegué a la estación del metro en Chambers Street, para ver de cerca el puente de Brooklyn y recordar
algunos versos de Hart Crane pero una vez, sin saberlo, entré a la biblioteca Donnell en Mid-Manhattan y me topé con los
verdaderos Winnie the Pooh, Tigger y Eeyore desprendiendo detrás de una vitrina su aura de originales, más pequeños y
más viejos que los simulacros que uno está acostumbrado a ver en libros y en la televisión, pero más importantes por,
bueno originales.

Nueva York fue fundada en 1625, cuando la compañía Dutch West Indies creó, en el bajo Manhattan, Nueva Amsterdam. El
modesto puerto fue pronto llenándose de inmigrantes, hasta convertirse en la ciudad de inmigrantes por excelencia. Hoy uno
puede visitar Ellis Island, lugar de ingreso de doce millones de personas entre fines del siglo XIX y mediados del siglo XX, y
leer en una pared del edificio los nombres de 600.000 de esos inmigrantes (no, yo todavía no he visitado Ellis Island). De
acuerdo al censo del 2000, la ciudad cuenta con ocho millones de habitantes; ocho cuadras en Washington Heights cuentan
con el mayor promedio de extranjeros por área: casi 9000 mil latinoamericanos (nueve cuadras de Flushing le siguen de
cerca, con 8639 coreanos y chinos). Uno de cada tres neoyorquinos ha nacido en otro país; de todos los grupos de
inmigrantes, quienes han crecido con mayor rapidez en la última década son los mexicanos, que se han triplicado, y los
hindúes, que se han duplicado. Al menos en la mitad de los hogares en la ciudad se habla otro idioma aparte del inglés; de
esa mitad, el 53% habla español. Se pueden encontrar letreros en chino y coreano en las tiendas de Queens, en español en
los supermercados de Jackson Heights, en ruso en los restaurantes de Forest Hills, en bengalí en Astoria.

Muchos llegan a Nueva York para quedarse. Otros son sólo turistas: once millones al año. Eso ocasiona que cualquier visita
a los lugares más representativos de la ciudad tenga largas colas y empujones como parte del paisaje. Y yo, que no estoy
particularmente interesado en visitar esos iconos de la icónica ciudad, lo he hecho alguna vez, gracias a un hermano o un
amigo. Visité el Empire State, y recuerdo el ascensor abarrotado, y desde el piso de observación la exactitud de los versos de
ese gran neoyorquino que fue Walt Whitman: "high growths of iron, slender, strong, light, splendidly uprising toward clear
skies’. Edificios, y edificios y más edificios. Y por supuesto, recuerdo King Kong, porque hay pocas ciudades tan filmadas
como Nueva York, y es imposible que a nuestras impresiones de la ciudad no se cuelen, por ejemplo, las de Woody Alíen en
Manhattan o Scorsese en Goodfellas.

¿Qué más? Siempre hay más en Nueva York. Visité la Catedral de San Juan El Divino, y descubrí que la iglesia más grande
de los Estados Unidos era el símbolo perfecto de la ciudad, siempre fugitiva, siempre deshaciéndose y rehaciéndose, nunca
terminada del todo: la iglesia había comenzado a construirse en 1892 y -si, no exagero- todavía no había sido concluida (hay
más de ochenta comunidades religiosas y muchísimas más seudoreligiosas en la ciudad; entre ellas, la de los Gays y
Lesbianas Budistas, las Brujas del Estado de Nueva York, y el Centro de Recursos Paganos de la ciudad de Nueva York).
Visité el edificio de la bolsa de valores, y vi por una ventanita, durante cinco minutos, a algunos jóvenes muy bien vestidos
vender y comprar acciones como si en ello se les fuera la vida (en ello se les iba la vida). Visité uno de los innumerables
edificios de Donaid Trump, que tiene esa manía que tenía Stroessner, la de bautizar con su nombre todas sus propiedades
(en el caso del dictador paraguayo, aeropuertos y ciudades). Visité Macy's, hice cola para observar las espectaculares
decoraciones navideñas de las vitrinas de Saks, estuve en el Rockefeller Center y no le encontré gracia a tanta gente que
trataba de ver a los adolescentes en patines en la pista de hielo. Compré libros nuevos y usados en el Strand, caminé con
displicencia por la Quinta Avenida junto a neoyorquinos apurados, elegantes, obligatoriamente vestidos de negro, una bolsa
con el logo de Donna Karan o Barnes & Noble.

¿Deberé decir que me maravillaron las luces de Times Square? Aunque, es cierto, terminé dándole la razón a Rodrigo Rey
Rosa, que en un gran cuento escribió acerca de cómo había algo de siniestro en la forzada disneyficación (¿existe esa
palabra?) de esa zona:
sombras espectrales detrás de las imágenes de Pinocho y el ratón Mickey. Vi Art en Broadway, y Alberto Fuguet me convenció
de ir una noche al pub de Woody Alíen (Woody jamás apareció, y comí la ensalada más cara del mundo). Estuve en el museo
de Arte Moderno y en el Metropolitan y en el Guggenheim más de una vez, y casi nunca pagué (pero gasté mucho en pósters
de Hopper y Kandinsky). Paseé por Central Park, pero nunca en verano, de modo que me perdí Shakespeare in the Park y
algún desfile al aire libre de las modelos de Victoria’s Secret. En el metro vi más de un acto violento y escuché a muchos
músicos itinerantes, no todos buenos. Conocí el edificio Dakota, en el que vivía John Lennon, y el lugar donde fue asesinado.
Me topé en la calle con Tom Hanks (no le pedí autógrafo). Pasé un par de años nuevos en el frío de Times Square (una vez,
había tanta gente que debí quedarme a quince cuadras de donde caía la bola a la medianoche, y tuve que ver el espectáculo
a través de una televisión en un café). Y si, como no, en enero de 1997 visité el World Trade Center con mi hermano Marcelo.
Recuerdo poco de esa visita, excepto que pagamos mucho para subir al último piso, y que soplaba un viento helado, y que a
la salida estuvimos a punto de comprar gorras de béisbol con nuestros nombres a manera de logos. Una visita anticlimática,
digamos, la que uno hace a un lugar emblemático porque es lo que toca visitar y porque no sabe que, bueno, ocurrirá lo que
ocurrió. No sacamos fotos. Y sí, me hubiera gustado tener una foto del World Trade Center, aunque no sé lo que hubiera
hecho con ella, probablemente la habría perdido. Pero no importa. Porque aunque no recuerdo mucho de mi visita, sí me
queda, muy vívida, la imagen espectacular -porque era un espectáculo, y gratuito- de las Torres Gemelas aguardándome
cada vez que llegaba a Nueva York, por avión o en Greyhound, recortadas al fondo de la ciudad sublime.
Debería terminar hablando de los lugares no icónicos de la ciudad, aquellos rincones secretos que me pertenecen y que le
dan vida y energía a mi Nueva York. El restaurante chino-cubano cerca de Barnard College. La tienda de bagels en la calle
doce. El pequeño cine en el que vi una película francesa acerca de dos empleadas que matan a sus patrones. La revistería
cerca de Columbus Circle. El estrecho departamento de Tammy cuando estudiaba en Columbia, de calefacción siempre
excesiva... Pero.

Tuesday, July 18, 2006

Edmundo Paz Soldán: Pasión por la literatura

Texto | Mónica Luján

Es un hecho que Edmundo Paz Soldán pasa el tiempo entre letras y páginas memorables; desde Río Fugitivo, Días de papel, La Materia del Deseo, entre otras, hasta su última travesía, Palacio Quemado, ya han transcurrido 16 años de producción literaria ininterrumpida.

Lo cierto es que Paz Soldán ha logrado, a sus 39 años, consolidarse como uno de los escritores de las nuevas generaciones, más leídos y reconocidos del medio.

Apasionado por la literatura, Paz Soldán reconoce que vivir lejos de su tierra lo ayudó a perder el miedo al momento de narrar historias de su infancia y juventud.

Sin embargo, Palacio Quemado, su última producción, resultó un gran reto para el escritor, ya que la novela no incluye experiencias ni espacios vividos, habiendo logrado ambientarla en una ciudad en la que jamás vivió: La Paz.

¿Qué lo inspira a escribir una novela? “Un hecho, una noticia…”, pero sólo aquella en la que escucha a los protagonistas contar su propia historia y cuando se forma estructuras en la mente. Se puede decir, con gran acierto, que Paz Soldán logra convertir la vida cotidiana en materia de interés.

Radicado en Nueva York, “no por elección, sino por motivos circunstanciales”, Paz Soldán tiene un doctorado en literatura latinoamericana en la Universidad de Berkeley, California.

Uno de sus más recientes logros fue haber obtenido la tan prestigiosa beca “Guggenheim”, que se otorga anualmente a 30 creadores latinoamericanos. La misma consiste en 32 mil dólares para fondos de investigación. Paz Soldán presentó un proyecto sobre la inmigración latinoamericana a Estados Unidos y los fondos de la beca se destinarán a la creación de una novela sobre este tema.

Actualmente enseña en Cornell sobre el tema que lo apasiona: la literatura. En el último tiempo, dada la coyuntura nacional, incursionó en el mundo del periodismo.

“He estado escribiendo sobre Bolivia en “La Tercera” de Chile y también para el “New York Times”. Soy boliviano, me interesa escribir sobre mi país para que los lectores de afuera conozcan nuestra propia perspectiva”, dice.

Paz Soldán cuenta que si se hubiera quedado a vivir en Bolivia, quizás no hubiera hecho de la literatura una profesión.

“Talvez me hubiera dedicado al periodismo o a la política”, dice.

¡OH!: Hablemos sobre su más reciente producción.

Acabo de terminar una novela, Palacio Quemado, que será publicada por Alfaguara a fines de este año. Es la historia de alguien que le escribe los discursos al presidente. La novela está ambientada en el segundo gobierno de Sánchez de Lozada y, para ello, he investigado lo que sucedió en esos 14 meses de gobierno. Tenía que entender cómo se vivió la crisis desde adentro de Palacio, pero no es una crónica periodística. La narrativa gira en torno a la persona que le escribe los discursos a Sánchez de Lozada, en plena convulsión social. Es una novela ambientada en La Paz, hecho que hizo más difícil de escribirla porque nunca viví en esa ciudad. Quizá por eso tardé como tres años en hacerla; debía lograr que fuera creíble, que el lector no perciba que es un lugar ajeno a mí.

Las novelas que había escrito antes estaban ambientadas en Cochabamba, como Río fugitivo, lugar donde nací y crecí.

En Palacio Quemado no quería escribir una novela sobre política, sino que es la voz de un adolescente que algún día quería ser “escribidor” de discursos. Era contar su historia y, con los conflictos sucedidos en el segundo gobierno de Sánchez de Lozada, logré ambientar la novela en esa época.

¡OH!: ¿Cuántas obras tiene publicadas?

Tengo seis novelas y tres libros de cuento. Palacio Quemado será la séptima novela que publico. También tengo otros libros de cuentos que son como antologías. La Editorial Loguera acaba de publicar una antología llamada “Norte”. Es una recopilación de cuentos ambientados en Estados Unidos. La editorial Gente Común, de La Paz, hará una recopilación de todos los artículos de política y literatura que escribí para “La Tercera” de Chile.

¡OH!: Escribe novela y cuento. ¿Por cuál se inclina más?

En realidad creo que tengo una afinidad más natural con el cuento. Es decir, uno tiene ciertas estructuras mentales que permiten ver inmediatamente por dónde va el cuento. La novela para mí es, en cambio, un mayor desafío.

¡OH!: Dice tener más afinidad con el cuento, sin embargo, tiene más novelas publicadas.

Si, el cuento se puede escribir en un par de noches, en cambio hacer una novela es un desafío más grande. Por ejemplo, con Palacio Quemado, ya estoy tres años. La novela implica otro tipo de trabajo, es meterte a un mundo y tratar de reconstruirlo tal y cómo es. El trabajo de construir todo ese mundo para la novela es fascinante.

¡OH!: A diferencia de lo que ocurre con otros escritores, a su edad Ud. tiene un número considerable de obras publicadas. ¿A qué atribuye este hecho?

En la literatura no hay causa y consecuencia. Puedes escribir grandes novelas en nueve meses como lo hace Saramago que publica siempre una novela al año. O puedes tardar años, depende del ritmo natural de cada escritor.

Tal vez lo que ha sucedido conmigo es que comencé muy joven publicando en el suplemento literario “Correo”, de Los Tiempos. Tenía en ese entonces 19 años y eso me hizo perder el miedo escénico. Creo que fue un lindo espacio en el que crecí y me ayudó mucho. Ya a mis 23 años, publiqué mi primer libro de cuentos. Podría decir que recién a mis 30 pensé cómo me había animado hacer todo eso. Tal vez no esperé a que la obra madure en silencio.

Y no es que escriba rápido, de hecho, cada novela me ha tomado dos años, la última tres, pero mientras escribo novelas, también escribo cuentos y termino haciendo las dos cosas paralelamente. Algunos escritores, cuando terminan una novela, acaban como vaciados y tienen que esperar algunos años para encontrar un nuevo mundo. Yo, en cambio, no; creo que tengo una ansiedad, porque cuando termino una novela, ya estoy pensado en la próxima.

¡OH!: ¿Qué lo inspira a escribir?

Ahora he comenzado a escribir una novela ambientada en Estados Unidos. Trata de un hecho que sucedió hace 10 años en un pueblo a 20 minutos de donde vivo. Por diferentes razones, en un colegio de ese pueblito, murieron cinco adolescentes de una misma promoción. Cuando leí una noticia sobre cómo habían conmocionado al lugar estos hechos, me vino a la cabeza toda una estructura mental. Hace como un año y medio comencé a escuchar a cada uno de ellos contando su historia, por eso pensé que debía hacer una novela. Pueden ser temas de la vida cotidiana, pero el momento que me viene a la mente una estructura, es cuando creo que debo escribir.

¡OH!: ¿En qué medida cree que lo ayudó en su carrera literaria, el hecho de vivir lejos de su país?

Vivir lejos me ha liberado de muchos miedos en cuanto a la escritura. Tal vez no me hubiera animado a escribir muchas cosas porque es todavía un medio pequeño y se interponen miedos o simplemente no quieres ofender o herir a la gente.

Con la novela Río Fugitivo se armó una polémica en el colegio Don Bosco porque consideraron que era una falta de respeto a los profesores y alumnos. Recuerdo que cuando estaba escribiendo esta novela y venía de vacaciones a Cochabamba, pensaba que tenía que cambiar el nombre del colegio, pero cuando me distanciaba, ya perdía ese miedo y me soltaba. He dicho y escrito cosas de manera tan explícita, que tal vez si no hubiera estado lejos, no lo hubiera logrado.

Por otro lado, cuando escribí Río Fugitivo, me di cuenta de que la novela era un ejercicio de la nostalgia. De hecho, es la novela más íntima, simbólicamente es muy importante para mí, porque me fui de Bolivia en febrero de 1985, cuando acababa de salir bachiller y ese fue el último año que viví aquí. En esta novela recuperé a la ciudad de mi adolescencia, es un intento por recuperar ese periodo de mi vida. A medida que van pasando los años y vives fuera, te vas retrotrayendo; recuerdo mucho mi adolescencia, supongo que es el resultado de la nostalgia.

¡OH!: ¿A qué se está dedicando?

En el último año, debido a la gran repercusión que ha tenido el triunfo de Evo Morales, he comenzado otra carrera, la de periodista cronista. He estado escribiendo tres columnas al mes sobre Bolivia para “La Tercera” de Chile. También publico artículos para otros diarios como “El País” y el “New York Times”. Me interesa mucho la situación boliviana y me interesa escribir sobre Bolivia, para que lectores de afuera conozcan nuestra propia perspectiva. Considero que los periodistas extranjeros tienen limitaciones para entender la situación; la nuestra, es una realidad compleja, pero fascinante.

¡OH!: ¿Qué piensa sobre los escritores bolivianos?

Admiro a los escritores que han logrado conseguir una carrera literaria en Bolivia porque no hay mucho apoyo. No es suficiente la vocación; se necesita apoyo y eso no sólo se da en países como Estados Unidos, sino también en algunos lugares de Latinoamérica. Por ejemplo, México tiene un modelo de apoyo estatal y en Chile se tiene apoyo de la empresa privada. Considero que un escritor joven necesita tiempo y apoyo para poder salir adelante y tiempo para desarrollarse. Diría que Bolivia está llena de vocaciones artísticas frustradas, escritores que se quedaron a medio camino y algunos que no pudieron desplegar todo su potencial. Todo ello, simplemente por las limitaciones del medio cultural. Pese a eso, también contamos con grandes creadores en el país. Tenemos a escritores como Óscar Cerruto, que son de primer nivel, pero no son conocidos fuera de Bolivia. Si eres un escritor argentino medianamente bueno, tienes más posibilidades que un buen escritor boliviano.