Sunday, February 04, 2007

Paz Soldán dialoga sobre su novela titulada Palacio Quemado

La siguiente entrevista fue realizada por Maximiliano Barrientos para el suplemento literario llamado Brújula del el periodico cruceño El Deber.
Paz Soldán cuenta detalles de su septima novela publicada en noviembre del 2006 y que relata los acontencimientos violentos de octubre del 2003, conocidos internacionalmente como la guerra del gas de Bolivia.






LA MÁQUINA PARANOICA


Maximiliano Barrientos

- ¿Por qué no aparecen los personajes con sus nombres verdaderos?
- Yo creo que tenía que ver con el hecho de que la historia es muy reciente, sentí que a pesar de que cambiara los nombres, los lectores reconocerían a las personas. Por otro lado, me sentí un poco incómodo, sé que hay novelistas que pueden meterse con personajes históricos y hacerles decir cosas que no han dicho. A mí me costaba, había cosas en la novela, en mi investigación, de las que no estaba seguro. Se trataba de especulaciones fundadas con cierto criterio, pero que todavía eran especulaciones y no me animé a ponerlas en boca de alguno de estos personajes.
- ¿Cómo surgió la idea de tocar un tema tan candente en la historia boliviana? ¿No hubiera sido más sensato que pasen algunos años y que las cosas se enfríen?
- Varias veces pensé en eso porque una persona que leyó el manuscrito me lo dijo, pensaba que las heridas todavía no estaban cerradas y que debía esperar por lo menos cinco años para tocar ese tema, que no había una distancia histórica suficiente, una perspectiva para este tema. Lo que sucedió es que el tema inicial era otro. El tema inicial era una anécdota... Yo había leído Estrella distante y Nocturno de Chile, de Roberto Bolaño, y me interesaba cómo trabaja la relación del intelectual con el poder. Es cierto que hubo en Latinoamérica una exaltación del intelectual como conciencia moral de la nación, pero vi que no hay muchas novelas que critiquen el rol del escritor cortesano, del poeta fascista, que es un tema que está muy presente en Bolaño. Esas novelas me llevaron nostálgicamente a una historia personal. A los 18 años conocí a un tío que era, además de un escritor importante en Bolivia, redactor de los discursos de Barrientos. Yo tenía 18 años cuando entré a su biblioteca y vi entre los tomos de Kafka un autógrafo de Barrientos. Esa imagen se había quedado muy escondida y las lecturas de las novelas de Bolaño la volvió con mucha fuerza, y supe que allí había una novela. Entonces, para ponerle un cable a tierra, lo ambienté en la época contemporánea.
- El personaje del escritor que redacta los discursos presidenciales me llevó a pensar en una idea que maneja Piglia: el Estado como una máquina paranoica, como una máquina de ficciones...
- En nuestras sociedades, aun más que en otras, ese Estado paranoico, capaz de generar ficciones, está muy relacionado con la literatura -y esto también lo dice Piglia-, con toda una tradición que viene de Sarmiento, del letrado decimonónico, del letrado Andrés Bello que escribe la Constitución, o tantos intelectuales que participan en la escritura de constituciones o entran en la política... Macedonio Fernández le escribía discursos a Irigoyen, por ejemplo, que es una nota que menciona Piglia en Formas breves y que se me pasó. Cuando comentaba esta novela con escritores peruanos o colombianos, todos conocían a un escritor que había fungido de escribidor de discursos. Creo que hay una relación dialéctica entre un Estado generador de ficciones y estos ficcionadores, que también generan al Estado que tenemos hoy.
- Además puede ser un ejemplo de cómo la literatura llega a tener una influencia directa en la realidad... ¿Cómo un escritor puede apaciguar un pueblo o incentivarlo a una revuelta?
- A mí me gusta la idea de la relación entre la palabra y el poder. Está en el background de Yo, el supremo, este deseo de escribir la realidad para convertirla, generar la realidad a través de la escritura. Hay esta tentación, y esto lo decía Sartre, el intelectual comprometido, el intelectual que descubre que la literatura no es suficiente y quiere saltar al ruedo, a la acción y ver cómo la palabra se convierte en acción, ése es el punto de encuentro entre el escritor y el político.
- Es curioso que el personaje no tenga una ideología política.
- Yo estaba buscando modelos de novelas y comencé a leer muchas ficciones políticas. Una de las que más me atrajo fue El Conformista, de Moravia. Me interesaba la idea de alguien que asciende a los estratos del poder en la época fascista, que es un gran sobreviviente precisamente por su capacidad de adaptarse a las circunstancias, por esa flexibilidad ideológica. Lo relacioné con lo que sucede en Bolivia: el oportunismo político. La novela quería radiografiar una suerte de mala conciencia de clase. Durante muchos años la gente sabía que las cosas debían cambiar, pero no hacía lo necesario para que cambiaran. El personaje no tiene un proyecto ideológico, le interesa sencillamente hacer su trabajo.
- ¿Eso no lo vuelve un escrito en estado puro? El hecho de poder poner su talento en servicio de cualquier ideología.
- En cierta forma sí, por eso al final el hombre le gana al escritor, porque ésa su falta de crítica a la cuestión ideológica lo lleva a una especie de crisis personal. Si él hubiera radicalizado lo que hacía podía haber sido lo que tú dices, eso de "yo soy un escritor y punto". Siempre me atrajo el tema de cómo se pueden hacer cosas equivocadas cuando estás dedicado a tu trabajo y no cuestionas lo que está de fondo. Ése es un tema que también está en El delirio de Turing. La idea del funcionario correcto, que simplemente sigue órdenes, eso que pasó mucho en la Latinoamérica de las dictaduras, en los grandes Estados y burocracias que funcionaron gracias a que mucha gente llevaba a cabo su papel sin cuestionarse qué había detrás. Algo de eso hay en este personaje, que lo emparentaba con Miguel Sáenz, de El delirio de Turing.
- El personaje viene de una familia cuya vida siempre estuvo muy ligada a la política. El padre trabajó para Banzer en la dictadura. La política llega a funcionar como algo privado, no hay una verdadera distancia entre lo íntimo y la política, punto que se resume con el suicidio del hermano de Óscar en el Palacio Quemado.
- La novela tenía dos espacios, dos historias. La historia familiar y la política. Leyendo El conformista, me di cuenta de que ambas historias debían ser la misma. En las primeras versiones de la novela, el protagonista tenía una relación desencontrada con el Palacio Quemado, era el intelectual sofisticado que llega a este nido de políticos y los mira de arriba y se siente incómodo. Luego me di cuenta de que el Palacio Quemado debería ser su casa en el sentido más literal del término. Eso fue lo que me dio la solución para fusionar ambos mundos y para establecer un diálogo entre los dos temas, que al comienzo estaban muy separados.
- ¿Te molestaría que tomen la novela como una crítica a ese periodo?
- Yo creo que en Bolivia ésa es una lectura inevitable. Es más, creo que muchos temas de la novela, los más íntimos y personales, no serán tan importantes como esa cuestión extraliteraria de lo político. Son los riesgos de escribir una novela de este tipo, basada en un hecho que ha ocurrido hace tan poco tiempo. Mi esperanza es que con los años haya otras lecturas, pero yo asumo que ésa es una de las lecturas que más impactará. Los amigos que la leyeron fuera de Bolivia tienen una relación diferente con los personajes. Los que la leen en Bolivia tienen una postura más ideológica con respecto a que si lo que está contando la novela tiene una interpretación adecuada o no.
- Pero ésa sería una lectura desde un lugar que no es la literatura...
- Creo que en Bolivia el factor extraliterario está muy presente en la lectura de esta novela. Es una trampa en la que yo también caí. En las primeras versiones yo estaba pensando más como un boliviano furioso de lo que había ocurrido que como un novelista. Quería encontrar 'la interpretación', 'la verdad de los hechos'. Paulatinamente me fui liberando y comprendí que era una novela, y que tenía que utilizar la información que tenía a mi antojo, cambiar cosas, tirar hipótesis arriesgadas, chismes, todo de lo que se sirve el novelista. Un amigo me decía: "En tu novela hay partes que corresponden a la historia y partes que son chismes puros y duros, y no puedes hacer eso". Creo que para un novelista todo tenía que tener un mismo nivel, en último caso la novela es un chisme sofisticado.
- ¿Nunca tuviste la tentación de publicarlo como un libro de no ficción?
- No. Un amigo argentino leyó una versión primeriza y era una novela en la que la parte histórica, sociológica, periodística, estaba escrita mucho más minuciosa. Narraba los hechos de manera muy de cronista. Había muchos detalles que podían interesar a un lector boliviano pero no a uno de afuera, entonces estuve tentado a publicar una versión para Bolivia, más minuciosa, con todos esos detalles, y una versión para afuera. Luego me di cuenta de que era un absurdo. Tengo mucho interés en el periodismo, pero creo que nunca llegaría a escribir un libro como periodista.
- Pensé en Capote al leer la novela. El norteamericano publicó A sangre fría como no ficción, pero seguramente había muchas fabulaciones. Vos utilizás un método inverso, publicás como ficción, pero mucho de lo que narrás sucedió.
- Claro. A ratos pienso que las especulaciones más locas que aparecen en la novela con los años se demostrarán como ciertas. En la política boliviana, el pensar qué cosas extrañas no ocurren, es limitarse. Creo que es como una especie de hipótesis libre acerca de lo que ocurrió, sin embargo se podría decir lo mismo de cualquier libro de historia sobre ese periodo. El novelista tiene ciertas ventajas que el historiador no tiene, y viceversa. Yo no sé si para entender un periodo histórico hay que privilegiar el discurso del historiador. Sí quizás para saber los hechos exactamente, pero no para entender el espíritu de esa época.
- ¿Qué tipo de investigación hiciste?
- Sobre todo una investigación de hemeroteca, los anuarios, los suplementos dedicados al tema, los libros... Estuve en un congreso en Princeton en el que Sánchez de Lozada fue invitado y dio su interpretación de los hechos. Muchas de esas cosas que dijo las saqué textualmente. Curiosamente, en alguna entrevista, dije que estaba escribiendo esta novela y empecé a recibir e-mails de gente que había trabajado en ese Gobierno. Gente muy importante, ministros, viceministros que querían contar lo que había sucedido. Recibí mucha información confidencial de la ‘guerra del gas’, las negociaciones que la produjeron, los entretelones, los encuestadores norteamericanos... Pero a mí no me interesaba tanto eso, me importaba más los detalles como la forma de vestir de Goni, o cómo caminaba, o cuál era el ambiente en el Palacio. Entonces empecé a recibir información que dudé de su verosimilitud. Hay partes que eran mucho más escabrosas de lo que aparece en la novela, especialmente la relación entre política y sexo.
- ¿No tenés miedo de que estigmaticen la novela con ese periodo?
- No. Río fugitivo es la novela de la hiperinflación, de la crisis de la UDP. Si había cosas que la salvaban con los años, fue la lectura de los adolescentes desbordados que hay en la novela. Después de los diez años que pasaron nadie me toca el tema de la transición de las dictaduras a la democracia. Con esta novela es más difícil zafarse, pero la esperanza es que con los años, la historia de Óscar sobreviva a lo que sucedió en el país durante esos años. Ésa es una de las grandes virtudes de la literatura: un texto que dialogue con su momento histórico y que a su vez lo trascienda, es una ambición que muchas veces fracasa.